jueves, 3 de diciembre de 2009

Muere mi madre

Uno

Grandes giran las hojas
en los árboles, fulguran, se esconden,
nunca reposan.

Las blancas flores marchitas de wistaria
me conmueven al caer:
brotan los primeros frutos.

Mi madre al fondo del camino:
me apresuro, verla, contemplar su vida.

De noche, en la capital del sol,
roja procesión de luces a lo lejos,
intranquilo el corazón.

Aprieto el paso,
quiero ver los ojos de mi madre,
el ceño empapado de sudor.


Al alejarme de la capital de los faroles rojos de papel,
¿pensarán que salgo de paseo?
Un sueño ligero, ¿dormí mientras rodaba el tren?

Fulgor de nieves el Monte Azuma,
se adentra el tren en la comarca
de mi madre al fondo del camino.

El frío de la mañana,
la escarcha en las hojas de morera,
corre el tren, pronto veré a mi madre.

Lago Hakuryu, ¿surge mi melancolía de la
reverberación azul en las marismas?

Bajé en la estación
Monte Superior, mi
hermano pequeño me
recibió, viudo.




Dos

De lejos le traigo
medicinas, me mira,
pues soy su hijo.

Me acerco, ella me mira
y murmura, dice algo pues
soy su hijo.

Polvo en la lanza
barnizada de rojo en la
viga: lo veo, en la mañana
estoy cerca de mi madre.

Ofrecí mis plegarias al
sol naciente entre las
montañas. Florecen
aún las aguileñas.

Recostado con mi madre,
moribunda, en la noche callada
se eleva a los cielos el croar de los
arrozales lejanos.
Al amanecer, insoportable
pesa el aroma azul de las
moreras, llamo a mi madre.

Al acercarme a la mirada
moribunda de mi madre le
dije: florecen las aguileñas.

Primavera, la luz se
derrama, estoy triste.
Tal vez ya nacieron los
jejenes en los yerbazales.

Humedezco la frente de
mi madre moribunda,
lágrimas incontrolables:
me recupero.

Lejos de la mirada de mi
madre hace un rato que
miro dormir entristecido
los gusanos de seda.


Mi madre, mi madre va
a morir, mi madre con sus
grandes pechos caídos que
me dio la vida.

Muere mi madre con
los pechos caídos
contemplada por dos
golondrinas rojas en el
travesaño del techo.

Vino la gente a mirar a
mi madre camino de la
muerte, camino de la
muerte.

Entro, estoy solo en el
cuarto donde cría el
gusano de seda, aumenta
mi soledad.




Tres

Brillan las hojas nuevas
de roble, se mecen:
irreales,
estos gusanos de seda
azules en lo alto, recién
nacidas las orugas de montaña.

Entra la luz del sol
tamizada, su polvo me
entristece. Son pequeñas
aún las orugas.

Por el camino la procesión fúnebre:
¿no caían confusos los capullos de acedera
por el camino?

Por el camino los campos
cubiertos de anémonas,
sus bocas rojas; fluye la
luz a nuestro paso.


Una antorcha en mis
manos para encender la
pira de mi madre.
Los cielos, vacíos.

Bajo el cielo estrellado
cada vez más rojas las
llamaradas, mi madre
morera, quemándose.

En la oscura noche
contemplé quemarse a mi
madre; rojas llamas, rojas
llamas, consumiéndose.

Envejece la noche mientras
vigilamos el fuego.
Sobrecogedores los cielos
esta noche.

Vigilamos el fuego, vieja
es la noche; triste, mi
hermano pequeño entona
un canto a la vida.
Abstraído vigilaré las
últimas volutas rojas de
humo.

Recogimos a mi madre en
la ceniza. A la salida del sol
recogimos a mi madre.

Con el mayor cuidado
pusimos sus huesos
astillados sobre hojas de
ruibarbo: yacen en su
urna.

Lánguida asciende
cantando por los cielos
una alondra; en las
cumbres salpicadas
de nieve las nubes
desaparecen.

Encontramos flores
quemadas de estramonio
flores de cardo: el alba
crece sobre la tierra
calcinada.



Cuatro

Primavera, la niebla hizo
brotar los árboles cerca de
la montaña donde
deambulo.

Caen tenues flores de
akebia: el solitario arrullo
de una zurita.

Cerca de la montaña el
reclamo del faisán. Cerca
de la montaña me
entristece un manantial
de agua caliente.

Vi la luz refulgir en los
cielos: mi triste cuerpo
metido en la fuente de
aguas sulfurosas.

Regreso a mi pueblo, a
mi casa de la aldea, como
flores blancas de wistaria
que puse en salmuera.

Me entristece la nieve sin
derretir de las laderas:
rápido me abro paso entre
el bambú.

Por los campos de bambú
me adentro, me abro paso,
ya no busco a mi madre.

Triste me metí una noche
en las aguas sulfurosas
que manan al pie de una
montaña de fuego.

Cerca de la montaña
donde caen tenues las
flores, se alzó la bruma.

A lo lejos un fuego
escarlata reverbera
más allá del valle:
el recuerdo de mi madre
me entristece.

Triste en la ladera de la
montaña resplandecen
a lo lejos cada vez más
rojas las llamaradas, se
esparcen las volutas de
humo.

Por el camino recojo
brotes de cardencha. En
mi soledad veo estrecharse
el paso de la montaña.

Me adentro, sobrellevo
esta soledad: caen flores
oscuras de akebia.

En la distancia se
desdibuja en la ladera de
la montaña una cascada
de magnolias.

Al anochecer subí a los
acantilados a ver si fulguraba
el Monte Zao salpicado de nieve.

Me conmovió la caída
inclemente de la lluvia
enrojeciendo el suelo.

Me entristece pensar que
las nubes a su paso por
aquel cielo carecen de
sustancia.

Por fin se puso el sol
entre las montañas: el olor
de la fuente me penetra.

Pasé dos noches junto
a unas aguas termales,
comí junsai, volvió mi
desconsuelo.

En las montañas comí
brotes de bambú ay madre
morera ay mi madre
morera.




Saito Mokichi

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Amo tanto este poema!!! <3

Gracias por publicarlo en tu blog

Unknown dijo...

Sin duda un emotivo poema