Sorbo a sorbo, regala otra
orilla.
Algo entrevisto en una pantalla
de élitros.
Pulpos, agallas, peces batidos,
ventosas líquidas
dormidas como salitre en la
memoria.
Recuerdos que jamás habrías
imaginado tuyos.
El índice, ceremonioso linaje de
cangrejo,
como un pañuelo instintivo y
discreto
labio a labio borra espuma.
Al frotar dos palabras despierta
una llama
y en esa llama reunida como gallo
crepitan lo mismo semillas de
ajonjolí
que un hígado etrusco o las
Pléyades.
De día dedicarse a la tierra y de
noche al cielo.
Parecer un insecto y ser casi un
dios.
Que en tus manos todo sea
posible.
Luna nueva de marfil, ojos como
embudos,
persianas tensadas para que cada
músculo ruja,
porque extendidos sobre aldabas,
el jabaü remoto, el venado, el
tigre, se sacian
bebiendo sin sobresalto las
imágenes más dispares.
Para ser un insecto, ser un dios.
Atrapar deseos en repúblicas de
seda
y naufragar entre delfines hasta
coronarse en Creta.
Que se dé todo como fruto.
La boda del toro y la reina, la
casa sin salida,
el vuelo, la ausencia, la caida,
el caracol enhebrado como la
aguja de Penelope.
Ser araña, ser dios, ser tú
mismo.
Escapa con abejas y vence con
hormigas.
Siembra en lo oscuro y cosecha
rocío.
Si pides más espuma, el barman te
sirve el Nilo.
Hay plomo de oro, hay alquimia,
hay zodiaco.
Las monedas suenan de canto en el
mostrador
y luego ruedan sobre arena,
enmudecidas.
Surcos prolongados en la humedad
como en una fruta
espabilando hexaedros de cera,
semillas y enigmas.
Así atraviesan ciudades
amuralladas,
espejos, fronteras imprecisas.
Huellas de un hombre que aguardan
a ese hombre
que de repente eres tú.
Otra vez eres tú.
Ponle el color al mar.
Bebe.
OCTAVIO ARMAND
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